CÓMO DEJÉ DE VIVIR EN EL SUFRIMIENTO Y LA QUEJA
- linammq
- 6 jun
- 3 Min. de lectura
Durante mucho tiempo, fui de esas personas que siempre tenían algo de qué quejarse. Si no era por el trabajo, era por la familia, por el clima o por cualquier cosa que me hiciera sentir que la vida era injusta. Me acostumbré tanto a esa actitud que ni siquiera me daba cuenta de que estaba atrapada en un ciclo de sufrimiento autoimpuesto.
Recuerdo que cuando algo bueno me pasaba, en lugar de disfrutarlo, buscaba el “pero”. Si tenía un día tranquilo, me preocupaba porque seguro algo malo vendría después. Si alguien me hacía un cumplido, pensaba que no era sincero. Sin darme cuenta, mi mente se había programado para ver siempre el lado negativo de la vida, como si la felicidad fuera un lujo que no me correspondía.

¿Por qué me acostumbré al sufrimiento?
Con el tiempo entendí que no era la única que vivía así. Muchas personas, sin darse cuenta, convierten el sufrimiento en su estado natural porque:
Desde pequeñas nos enseñan que la vida es difícil. Crecemos escuchando frases como “así es la vida”, “el que no sufre, no aprende”, “no esperes mucho para no decepcionarte” o "no todo lo que brilla es oro, asi que anda con precaución."
Nos volvemos adictos al drama. Aunque suene extraño, el cerebro se acostumbra a los químicos que se liberan cuando estamos estresados o enojados. Cuando todo está bien, sentimos un vacío y buscamos inconscientemente algo que nos haga volver a ese estado de tensión.
La queja nos da recompensas. Quejarnos nos da atención, nos hace sentir comprendidos y nos evita tomar responsabilidad sobre lo que podríamos cambiar.
Me di cuenta de que me estaba saboteando. No era que la vida fuera injusta conmigo, sino que yo misma me estaba impidiendo disfrutarla.
Y empecé a entender que yo misma era la responsable de tomar la decisión de cambiar.
No hubo un solo momento de epifanía, pero sí muchas pequeñas señales. Me cansé de sentirme agotada sin razón, de ver cómo la vida pasaba sin que yo la disfrutara, de darme cuenta de que había personas con situaciones más difíciles que la mía y aun así eran felices.
Empecé a observarme. Me propuse dejar de quejarme por un día y me di cuenta de que lo hacía casi sin darme cuenta. En cada conversación, en cada pensamiento, encontraba algo negativo.
Así que decidí hacer pequeños cambios:
Cuestionar mis pensamientos. Cuando algo malo pasaba, en lugar de sumergirme en la queja, me preguntaba: ¿Es realmente tan terrible? ¿Puedo hacer algo para cambiarlo?
Cambiar la narrativa. En vez de decir “todo me sale mal”, empecé a pensar “esto no salió como quería, pero puedo aprender de ello”.
Practicar la gratitud. Al principio me costaba, pero poco a poco fui entrenando mi mente para ver lo bueno en mi vida.
Rodearme de personas con una mentalidad diferente. Me alejé de ambientes donde la queja era la norma y busqué gente que me inspirara a ver la vida de otra manera.
No fue un cambio de la noche a la mañana. A veces recaía en la queja o en el miedo al cambio, pero cada vez me volvía más consciente de ello y podía corregirlo.
Hoy, no digo que mi vida sea perfecta, pero aprendí a no aferrarme al sufrimiento y aunque ha sido un proceso retador para mi mente, dejé de verlo como una obligación y me permití disfrutar de la vida sin sentir culpa. Porque al final, la felicidad no es algo que llega de afuera, sino una elección que hacemos cada día.
Y yo elegí dejar de sufrir.
Lina Moreno







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